El fin del mundo (III)


Un día la rutina cambia, el paisaje es distinto, hay algo que no estaba estos días atrás. Lo ve al salir para dar un paseo. Un hombre en el acantilado mira fijamente el infinito buscando, seguramente, lo mismo que ella venía buscando. Duda en acercarse y finalmente no lo hace, da media vuelta y se aleja. Se olvida de su presencia rápidamente pero ya todo es distinto.

Al día siguiente otea el acantilado desde la linterna, buscando, quizás lo que ayer mismo olvidó. No hay rastro e imperceptiblemente suspira, no sabemos si de alivio o por otro motivo. El día se repite como siempre, la escritura no es muy prolífica y sólo un par de páginas pasan a engrosar el montón semanal. Con la observación previa desde la linterna ella misma ha añadido un nuevo eje a la rutina. Cada día que el desconocido no reaparece ella mira más y más tiempo hacia el horizonte. Una mañana su inspección tiene buenos resultados, el hombre ha vuelto y esta vez no está solo; le acompaña un caballete, un maletín de pinturas y una silla plegable a todas luces insuficiente para aguantar el peso del desconocido. Milagrosamente la enclenque silla aguanta cuando el hombre decide sentarse y ponerse delante de la tela en blanco que ha traído consigo.

Hoy no da el paseo, se queda observando sus movimientos, su concentración, la mano yendo y viniendo del lienzo al infinito y al inrevés. Desde su posición no lograba ver lo que está pintando pero imagina que el acantilado bajo el faro y el agua saltando hacia las rocas. Se retira de la linterna por temor a que pueda verla. Esos meses allí la han hecho más esquiva en el contacto con la gente, se siente intimidada, no se siente segura en su presencia, nota que le podrían quitar algo que a ella le es vital. Baja a la habitación y continúa observándolo desde la ventana con las persianas corridas. Un rato después el hombre moja los pinceles en agua, los guarda en el estuche y recoge la tela con un trapo blanco a modo de cobertura. La silla recupera su posición ideal y espera ser recogida. Se va tan silencioso como ha llegado.

Sólo cuando baja a la cocina se da cuenta que casi ha pasado todo el día mirando por la ventana, que no ha comido nada y que hoy su rutina se ha roto por primera vez en mucho tiempo. Cuando las estrellas ya inundan el cielo ella se atreve a salir, coge la silla de camping y se tumba casi en posición horizontal dejándose llevar por el único sonido del agua golpeando con las rocas. Contempla las estrellas, repasa cada una de las constelaciones que conoce y se inventa el resto, que más da, nadie le puede llevar la contraria. Por primera vez piensa en ella, en dónde estará, que hará, si es feliz… y una lágrima cae por su mejilla, la primera de muchas durante esa noche.(continuará)
Foto: José Miguel Martínez
Texto: Dsdmona

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