En la habitación de un hospital, y en el curso de la que muy probablemente sea su última noche en este mundo, un hombre de unos 65 años le cuenta a alguien, y también a sí mismo, la historia de su vida. Dejándose llevar por el azar de la memoria y la fluidez de su propio relato, va y viene en el tiempo, rescatando, con no poco humor, las pequeñas y más significativas aventuras que vivió y que vio vivir.
Porque a este hombre le ha gustado mirar siempre el espectáculo del mundo tanto o más que participar en él. Pero, como todos, conoció el amor, el sabor agridulce de la libertad, el poder, el horror, la belleza, la amistad, el absurdo, la doble conciencia y, en fin, todos los ingredientes de que está hecha la vida. Y no sólo cuenta, sino que al hilo de cada episodio busca algún sentido al viejo misterio de vivir, ahora que no hay tiempo ya de engañarse ni de rectificar.
Como quien manipula las piezas para formar un puzzle, se enlazan el rápido curso vital y los remansos reflexivos, el bullir inagotable de personajes y peripecias casi siempre cómicas o kafkianas, para trazar el perfil de un hombre sesudo y a la vez infantil, responsable y a la vez arbitrario, bueno a la vez que inmoral: un retrato del hombre contemporáneo.
Cuando un hombre se encuentra a las puertas de la muerte es el momento ideal para hacer un recorrido por todos los hechos de su vida y un intento de hacer un listado de todos sus sentimientos.
Ante un testigo del que no sabemos ni su nombre ni su relación con el hombre del hospital se nos describen distintas historias y vivencias a lo largo de los años, deformadas por los recuerdos y por el tiempo transcurrido.
Amor, amistad, trabajo son algunos de los temas tratados con la sinceridad que da saber que el tiempo se agota y que ya nadie vendrá a tomar represalias.
Una novela densa, hablada en primera persona, algo caótica (como su protagonista) que se intensifica a medida que descubrimos que su tiempo entre los vivos se agota.